de un león a otro – Chico Novarro.
Café amargo.
Todo, yo lo veía
todo. Veía como a cada paso suyo por el cafetal le hacían lugar, lo saludaban respetuosamente, trataban de pasar
desapercibidos a su vista y, si era posible, se escondían antes de que pasara. Era el Amo.
―Vendrán tiempos
mejores ―me decía mi madre curando las heridas de la espalda azotada de mi
padre.
Los esclavos negros eran el blanco de todos sus arranques violentos y
abusos por el desafortunado hecho de existir, aún cuando
le servían y su esfuerzo era el que llenaba sus arcas, el que degustaban otros
blancos con el mismo amargo placer.
Pero no éramos los únicos que compartíamos el vasto terreno de las
plantaciones con él, a quien ya nada le importaba de lo que ocurría más allá de
sus dominios. A nadie le importaba lo que sucedía dentro, tampoco.
Su mujer, cansada de su maltrato se había marchado con un hermano
nuestro. Un error por el que pagábamos todos. Y también tenía un hijo de mi
edad, Patricio, pero no se me estaba permitido acercarme y no me animaba a
hacerlo.
―¡Fuera rata! ―me
gritaba el Amo y yo corría a ocultarme, sabiendo que no había lugar para
esconderme de esos ojos negros que todo lo veían, al igual que yo.
Un trozo de pan, un
simple gesto que aplacaba mi hambre de la mano inocente de ese niño. Y luego,
luego el único castigo que no vería.
Años calcados se
sucedían mientras crecíamos, en la casa grande él, en las barracas yo.
Y el día había
llegado, mi padre ya no lo vería, y el hombre más joven tomaba su lugar con la daga
de la violencia en alto como si el león viejo ya no pudiera luchar por su
reinado. Algunos son mil veces peores que una fiera salvaje. Muchos humanos,
son importantes, silla mediante, látigo en mano.
Patricio había
vencido y llenitos de esperanza aclamábamos entre brisas de café al nuevo
Señor… que pega más fuerte.
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